Sobre Descartes, el alma y el lucero de la mañana (IV)

Pequeña novela a entregas. Parte cuatro.


—Bueno, veo el salón lleno, iniciemos. Como siempre, les pido, por favor, que se sientan libres de alzar la mano para compartir dudas o aportaciones, si la situación es la adecuada, les daré la voz. La clase anterior, queridos estudiantes, la terminamos bosquejando una de las ideas principales de Descartes: el argumento cartesiano que intenta probar por medio de únicamente el pensamiento, no que la mente existe, digamos que eso lo damos por sentado, sino que su existencia debe de ser una separada de la del cuerpo, una propia e inmaterial. Hasta aquí espero que vayamos bien, lo importante, por ahora, es tener clara esa intención del filósofo. Tengo que admitir que hay algo de verdaderamente atractivo, y digámoslo, de mágico, en la forma que ideó para probar esto tan trascendental, como algunos de ustedes lo catalogaron la vez pasada, pues la herramienta principal es la imaginación, justo eso, la imaginación y sus límites. Espero recuerden cómo en la lección del martes, hicimos uso de una historia en la que imaginamos las peripecias de una mente sin cuerpo, fue un ejercicio fácil, ¿cierto? Bien, con la premisa que ya obtuvimos de esa narración, debería ser suficiente para que nazca en nosotros esa inquietud, se despierte eso por lo que estamos todos presentes en este salón: la búsqueda del conocimiento. Preguntémonos entonces, en aras de esta búsqueda -el profesor camina de un lado a otro del salón, llevándose constantemente la mano a la barba en tono reflexivo-, ¿si somos capaces de imaginar una cosa sin la otra, una mente sin un cuerpo, no querrá decir eso que son dos cosas completamente distintas? Si esto es verdad, entonces, la conclusión a seguir es: mi mente no es mi cuerpo, ni una manera de hablar de él. ¿Cómo deducimos que no es tampoco una manera de hablar de él? Pues porque eso implicaría que estamos imaginando al cuerpo sin el cuerpo, y eso es imposible, ¿qué no?

Es demasiado, no obstante tu corta edad, los desvelos del Petite Mort comienzan a pasarte factura. Notas que la voz del profesor Colombo se va haciendo cada vez más grave e ininteligible, entrecierras los ojos para intentar conseguir un poco de concentración, pero eso termina jugando en tu contra; tener los párpados semi cerrados sólo logra hacer que se vuelvan más y más pesados, hasta que te vencen. «¿No soy mi cuerpo? ¿Qué soy? ¿Qué clase de sueño es el que me encuentro viviendo? Mi auténtico reflejo delante de un espejo es la nada, ¿soy nada?» Te están tocando el hombro, estabas dormida, tu compañero de a lado te despertó del modo más discreto que pudo.

—Gracias, no he dormido muy bien últimamente.

—Perdón por el atrevimiento, no te conozco pero el maestro está tocando un punto interesante, y tengo la impresión que después me lo agradecerás, quién sabe, a lo mejor con un café -te sonríe-.

¿Qué pasó?, ¿te has sonrojado? Es verdad que no has conocido a mucha gente, tu ritmo cardiaco se acelera, has sido tú quien ha decidido hacer a un lado la posible vida social de estudiante a la que podrías aspirar.

—Entonces, jóvenes, hagamos un ejercicio desde la comodidad de sus asientos, yo seguiré dando vueltas por el aula. Bien, imaginen un mundo en el que su mano izquierda exista, pero la derecha no, fácil, ¿verdad? Claro, porque son dos cosas distintas. Ahora, intentemos imaginar un mundo en el que el profesor Ernesto Colombo existe y no existe a la vez, mucho más complicado, ¿no? Es, podríamos decir, porque yo, mi esencia, es una sola cosa, no podemos imaginar algo y no hacerlo al mismo tiempo. En este punto daré por hecho que se ha comprendido la lógica del argumento: si podemos imaginar la mente sin el cuerpo, significa, entonces, que son dos cosas distintas.

Del fondo del ala izquierda del salón, se levanta una mano.

—Adelante con el comentario de la persona de allá atrás, por favor.

—Gracias, maestro, es que me ha quedado algo de duda sobre lo que comentó de «otra manera de hablar del cuerpo», ¿podría, a lo mejor, darnos un ejemplo? Sólo para tener más presente a qué se refiere.

—Sí, buen señalamiento, veamos -se detiene unos segundos a pensar-. ¡La sonrisa! La sonrisa es un ejemplo bastante ilustrativo. Todos aquí somos capaces de imaginar una sonrisa, consideren que aunque esta no sea una parte del cuerpo en sí, es el resultado de tensar algunos músculos del rostro, motivados por una amplia variedad de sentimientos, que van desde la mayor inocencia hasta la más macabra maldad, pero aquí está el detalle, a pesar de toda la capacidad que tiene para representar mensajes complejos, y recordemos, no ser una parte del cuerpo, no podemos enfermarnos de la sonrisa, ni extirparla del rostro, no podemos imaginarla realmente si no imaginamos, al menos, unos labios, como los de la sonrisa del gato de Alicia en el país de las maravillas, ¿lo recuerdan? Es decir, eso es a lo que me refiero con «otra manera de hablar del cuerpo», porque es imposible imaginarla sin una referencia física, a diferencia, como decíamos, de la mente. Espero que esto responda la pregunta para todos. Les pido, por favor, revisen las lecturas que les he encargado para este curso, y vayan desempolvando sus estudios sobre Platón, les serán de uso para las siguientes clases, pues una vez presentada la cuestión de la existencia del alma o mente como individualidad inmaterial, habrá que hurgar en el pensamiento de nuestra siguiente duda: ¿es el alma inmortal? Para eso necesitaremos los argumentos del ateniense. Pueden retirarse, la clase de hoy ha acabado.

De un momento a otro se empiezan a alzar todos, se desatan los sonidos en el salón, las sillas moviéndose, los cierres de las mochilas, las libretas y libros de pronto son máquinas de ruido, mientras lentamente avanza la procesión de estudiantes hacia las puertas, como las manadas de animales que cuando les abren la puerta del establo se arremolinan hipnóticamente entorno a ella para salir; ahí, en ese embudo de cuerpos vas tú, buscando a tu alarma andante, despeinada, ojerosa, seguramente no con tu mejor atuendo, ni siendo el momento más apropiado, pero no importa, una vez que lo encuentras entre la multitud, decides atreverte a ser tú quien dé el salto:

—Pues tenías razón, sí que estaba tocando un punto interesante el maestro, me parece que es justo que te deba ese café.

—¡Mira nada más quién está aquí! Genial, te lo acepto, me pone contento encontrarme a una persona que se preocupa por hacer lo justo entonces -ríe-. Mi nombre es Ovidio, un gusto -te estira la mano mientras, sin quitar la sonrisa, te clava la mirada en los ojos-, ¿y cómo se llama la chava que se anima a dormir en una clase del profesor Colombo?

—¡Tengo una buena explicación para eso! Bueno, a lo mejor no, disculpa mi desfachatez, pero de todos modos veamos que no se comparta fuera de nosotros la historia de mi dormida, ¿vale? Mi nombre es Julia, Ovidio, vigilante de la clase de la muerte.

—Ah, eres simpática además de dormilona, está bien, es una combinación ganadora, hasta suena de alcurnia, pero déjame recordarte que te desperté por la búsqueda del conocimiento, como diría el profe, que te lo estabas perdiendo. Oye, Julia, no sé cómo andes de tiempo, pero creo que la verdad es que nos caería bien ese café de una vez, tampoco ando en mi mejor estado de concentración que digamos, y dentro de una hora tengo otra clase pesada, además, ya me dio curiosidad qué pudo haberte hecho dormir, o no dormir, más bien. ¿Cómo ves, te late si vamos a la cafetería?

¡Vaya, aunque el sujeto sea algo raro, hasta que por fin estás socializando aquí! ¿Te das cuenta que en los pocos más de dos meses que llevas en la universidad, esta es la primera vez que hablas con alguien que no sea para un trámite o pedir orientación? Es un buen momento, ¡ve!, hoy no te toca trabajar, tienes la tarde semi libre, por así decir, pues se te han acumulado lecturas y tienes la convicción de ir a revisar la dirección que te dio Kari, pero un tiempo te lo puedes tomar.

—A ver, Ovidio, hay algo que tenemos que aceptar tú y yo si queremos empezar con el pie derecho -ya sentados en la mesa intervienes de manera tajante-, y es que tenemos suerte con el café de aquí, ¡sí qué es bueno!, ¿qué onda con eso, no?, ¿será que haya una comitiva especial de profesores y administrativos que intervenga en la decisión de su compra, algo así como «la comisión universitaria de regulación de la calidad del café -tonteas un poco para arrancar la conversación-«? Digo, al fin y al cabo es una bebida importante para el estudio y el trabajo, es algo en lo que seguro se han de fijar.

—Entonces, ¿además de estudiar filosofía te dedicas a puntuar cafeterías, eh?, perdón pero, ¿ya has hecho algún recorrido por la otras facultades? Supongo que no porque eres nueva, pero estás de suerte, porque yo sí lo he hecho y te vas a sorprender con lo que te revelaré. Tienes toda la razón, yo también cuando llegué me di cuenta que el café de aquí era particularmente bueno, créeme, mi cuerpo funciona prácticamente a base de él, y en algún momento me asaltó la misma duda, así que tomé uno de esos folletos que traen el mapa del campus y me puse en marcha. ¿Cuál fue mi sorpresa? Después de mi recorrido, me di cuenta que el café de las demás facultades era como debería de esperarse: pura agua de calcetín, por eso es que se atreven a venir hasta acá algunos maestros y uno que otro estudiante que se ha enterado, son como aventureros con termo en mano. Así que sí me he dado cuenta, pero aquí te va mi hipótesis: tu teoría de la comitiva reguladora me parece que es un cuanto utópica, implica mucho trabajo de conciencia y de organización constante que, al menos yo, no es que la vea muy patente en esta facultad, y si te soy sincero, así como he visto que se manejan las cosas por aquí, estoy seguro que esa calidad se debe al capricho de un profesor en específico, uno que tiene la particular obsesión con el tema del café. Si quieres saber quién es, es fácil, es sólo cuestión de poner atención, estamos en su madriguera, es nada más y nada menos que el profesor López de filosofía antigua, él es el responsable. Mira, es el que está sentado allá -al voltear a ver hacia donde te señala, recuerdas haberlo visto ya en algunas ocasiones ahí-, esa mesa donde está, es prácticamente su oficina, aquí recibe a todos, además, a mí me ha tocado verlo discutir un par de veces con la gente de la cafetería; una vez presencié una verdadera escena de película, el profesor estaba enojadísimo, ve tú a saber el motivo, estaba como loco queriendo entrar detrás de la barra, intentaba saltarla y obviamente no lo dejaron, pero mientras señalaba desesperado su taza, que no paraba de agitar por el aire, le gritaba al pobre trabajador en turno, que para colmo era nuevo, en griego antiguo Σχινοκέφαλον, σχινοκέφαλον!, un insulto de hace unos dos mil años o más, ja,ja, ya te imaginarás el rostro del señor que no entendía lo que estaba pasando en ese lugar que de pronto parecía más un manicomio. Esa noche seguro regresó a su casa a contarle a su familia que la gente de filosofía está mal de la cabeza.

—¡Qué loca historia! Qué risa, cómo es que pueda haber maestros que pareciera que su cabeza está en otro tiempo y en otro lugar, aunque sus cuerpos ronden por estos pasillos todos los días, quién sabe en qué viajes extravagantes han de andar, digo, no sólo el profe López, también el de historia del alto medioevo, que no recuerdo su nombre, parece que se enoja cada vez que se da cuenta de que no está en Constantinopla, como que le enfada que entre él y Justiniano hayan unos mil quinientos años. Creo que yo, de algún modo, logro identificarme mucho más con el señor nuevo de la cafetería de tu historia, que con los maestros, a mí también me pasa de llegar a mi casa en la noche sin haber entendido qué diablos sucedió ese día, aquí, entre tanto desquiciado o en la vida en general, la verdad. ¿A ti no te sucede? Y otra cosa, para no quedarme con eso: sí, es utópico lo de la comitiva y lo de la organización que decía yo, lo cual está chido, porque sólo soñando con cosas mejores es que se llega a ser mejor, porque hay un hecho innegable; el profesor López, si en verdad es él el responsable, nos está mostrando que se puede tener buen café con los esfuerzos de un solo hombre, entonces cuanto más fácil sería para un grupo de personas, que como tú y yo que ya somos conscientes de esto, podernos organizar para mantener la calidad, aún sin la presencia del maestro. La utopía no sólo es necesaria, es una responsabilidad.

—»Soñando con cosas mejores es que se llega a ser mejor», me queda claro que estás hablando del poder de la imaginación, lo que decía hace rato el maestro Colombo en la clase. Sabes, ahora que lo mencionas así me es más claro ver que el profe tenía razón, es un elemento atractivo, tiene su magia, ¿y cómo no tenerla?, si desde niños se convierte en nuestra aliada, y a veces en nuestra única compañera. Fabricar sueños con ella nos ha llevado a la Luna, a crear arte, a construir cosas como aceleradores de partículas y a dirigirnos, quizá, a un mejor futuro, pero hablando seriamente, Julia, ¿crees que en verdad la podamos utilizar de guía para razonamientos como el que acabamos de ver?, digo, todos somos capaces de imaginar centauros y monstruos voladores, podemos fantasear con un mundo plagado de seres inexistentes y leyes físicas a placer, ¿cómo puede uno darle seriedad para usarla como filtro último de la realidad? Quién iba a decir que detrás de esa impresión de racionalidad extrema de Descartes y su «pienso, por lo tanto existo», realmente pueda haber algo que también crea hadas, dioses y demonios, increíble, ¿no?

—Sí, entiendo tu punto, pero no creo que vaya del todo por ahí, te toca escuchar mi explicación, ahí te va: es verdad, la imaginación tiene esa flexibilidad, pero también tiene sus límites, y de lo que comprendo, es ahí, en esos extremos que ya no puede cruzar, que Descartes la utiliza para extraer certezas, mira, ya me voy a poner como el profe, pero trata de imaginar círculos cuadrados, ¿imposible, verdad? Ahí tienes una certeza: no puedes porque son dos cosas distintas. Ese es el mismo mecanismo que utiliza para decir que somos un cuerpo habitado por otra cosa que piensa. Aunque, ¿sabes?, a mí también me genera una desconfianza extraña, siento que hay algo que no funciona bien con eso, pero hasta ahí, sólo «siento» porque no lo entiendo. Es como un sueño muy loco que tuve la otra noche después del trabajo; estaba en una plaza atascadísima de gente presenciando las suertes de un elefante que hacía equilibrio sobre una pelota pequeña, ahí veía que todas las personas estaban como idiotizadas, preocupadísimas, haciendo un esfuerzo descomunal para que ni siquiera el respiro de alguno de ellos fuera a desconcentrar y hacer caer al pinche elefante ese cirquero, como si en eso se fuera la vida de todos. Entendía de algún modo que esa escena era una clase de metáfora, estábamos representados todos, esa era nuestra historia, nuestra cultura, vaya, y que nosotros vivimos como si estuviéramos condicionados para querer mantener al animal ese en equilibrio; la política, la ciencia, la medicina, la sociedad en general y desde el mismo Descartes, hasta los que se declaran ateos, todos defendemos y perpetuamos inconscientemente la idea del alma, pues eso era el elefante en mi sueño, la idea del alma balanceándose sobre una pequeñísima pelota, siempre a punto de derrumbarse, amenazando con aplastarnos a todos, en especial a los más cercanos a su colosal peso. ¿Será acaso que así el occidente se sienta menos responsable, menos culpable de su historia de conquistas, matanzas y colonias? Que diga «bueno, hemos liberado a unos cuantos musulmanes, indígenas, afganos, de sus cuerpos, ya la justicia divina los juzgará en la otra vida», y con esa fórmula evadir que acabaron realmente con la vida de seres humanos, que el peso del elefante esté hecho de muertos. ¿Por qué de universidades prestigiosas como estas, con «buenos valores», es que egresan aquellos que ejercen el poder? Sabes, te lo voy a decir porque me has generado confianza y veo que eres una persona lo suficiente inteligente para no juzgarme, pero creo que por la forma en que me resolvió una duda el profesor Colombo el otro día, fue que en mi sueño apareciera él cargando en sus manos una aguja para reventar la pelota de ese animal equilibrista, ¿no te parece raro? Ya sé, seguro que a esta altura de mi verborrea sin sentido aparente, me consideres una loca, pero detente y piénsalo un momento -Ovidio tiene los ojos completamente abiertos, algo comprendió en ese momento, has ganado un adepto-.

—Julia, perdón, tengo que salir corriendo, sino no llego a mi clase. Dame tú número, voy a pensar en tu sueño y ver qué tan loca estás -te sonríe de una manera distinta esta vez-, pero creo que pasas la prueba, ahora veo porqué te quedas dormida.

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Sobre Descartes, el alma y el lucero de la mañana (III)

Pequeña novela a entregas. Parte tres.


—¡Carajo, Yuli, contesta! Quién sabe cuántas llamadas perdidas mías tengas ya. ¿Qué te pasa, lloraste tanto por este trabajo para tirarlo a la basura? ¿Eso quieres, que te corran? Con una chingada, ¡revisa aunque sea los mensajes, Yuli, no te vuelvo a ayudar!

—Ya voy. Tranquila, Kari, por favor, estoy llegando. ¿Ya llegó la jefa? ¿Hay gente?

—¡Vaya, hasta que por fin te dignas en responder! ¿Te has vuelto loca o qué te ha pasado? ¡Claro que ya está la jefa acá, ya me preguntó por ti! Le dije que estabas en el baño, así que más vale que te apures y estés aquí para cuando dé su segunda ronda, porque te juro, Yuli, si me haces quedar como una mentirosa, ¡no te vuelvo a hablar el resto de tu vida!, ¿me entiendes?

—Ya estoy entrando.

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El Petite mort es un bar del centro de la ciudad que estaba en proceso de convertirse en restaurante, sino es que ya lo era del todo, sólo que no terminaba de dar ese salto al rubro de los alimentos, pues su venta principal seguía siendo la cerveza. Es verdad, la mayoría de los clientes habían dejado de ser estudiantes, que si bien nunca faltaban, ahora la clientela estaba, cada vez más, conformada por personas entorno a los treintas, así como uno que otro despistado algunas décadas mayor. El ambiente solía ser lo suficiente inspirador y atractivo, como para ser el punto de partida de varias historias que circulaban por la ciudad, para bien o para mal. Un par de veces al mes procuraban organizar tocadas que infaliblemente terminaban por atiborrar el lugar hasta el tope. Durante la hora pico eso parecía un hormiguero en plena ebullición, las mesas desaparecían y todo se pagaba conforme te lo entregaran, lo increíble era que de manera inevitable se acabara la cerveza, no porque no se hubiera previsto, sino porque simplemente ya no había espacio donde almacenarla. Eran maratónicas esas sesiones, lo normal siempre era que renunciara más de uno, durante o apenas acabando el turno, era toda una proeza salir entero de esas jornadas. Ese es el motivo por el cual los trabajadores de ahí podían contarse como pertenecientes a dos categorías muy distintas: los veteranos, individuos que habían aprendido a disfrutar de la presión, los gritos, los accidentes, seres que podían coordinarse entre ellos por medio de algo que pareciera telepatía, que lograban nadar entre ese mar de cuerpos como si fuera su medio natural, una cosa impresionante; en comparación a ellos, estaban los novatos, pobres desgraciados, algunos podían llevar pocos días trabajando y otros eran contratados específicamente para esa ocasión, eran vistos como carne de cañón, estaban ahí para ser descartados, su tarea era, en un lugar en el que apenas se podía caminar, mantener limpio, eso implicaba que en el piso no debiera haber botellas tiradas, vasos rotos, comida o líquidos desparramados, y por supuesto, algo que llegaba a ser habitual después de exagerar con el alcohol: vómito, que por extraño que pueda parecer, no era tan malo, después de todo, las reglas del bar establecían una cuota a pagar al cliente responsable de regresar los alimentos y líquidos en sentido contrario, al final, limpiarlo representaba un dinero extra. Y bueno, también estaban los baños, pero de esos mejor ni hablar, ahí era imposible identificar a los autores, probablemente ese anonimato hacía de aquellos cuartos el receptáculo de una saña malvada, de una ira social acumulada que podía ser expresada a escondidas sólo en ese tipo de espacios. Limpiarlos era la resignación total, cada media hora.

—¡Julia! No te había visto, ¿vienes llegando?

—¡Jefa, hola! No, disculpe, salí un momento nada más, lo que pasa es que se me olvidó la mochila en la universidad y un compañero me hizo el favor de venírmela a dejar.

—Qué bueno. Oye, como habrás visto, está llegando gente, creo que hoy estaremos casi llenos a pesar de ser martes, me comentaron que a la vuelta hay un festival de teatro desde ayer y tal parece que acaban de descubrir el bar. Cucho ya montó tu área, él la va a atender hoy, yo se lo pedí, te estuve buscando desde hace media hora pero, pues no te encontré. Y hay otro problema, el chavo que iba a apoyar a Joaquín con la loza, nos dejó plantados, ya de plano hasta apagó su teléfono, así que te voy a pedir que por hoy, tú lo apoyes.

—¿En la loza? Entendido, jefa, no hay problema, yo me encargo.

—Ah, y Julia, por favor, no se te vaya a olvidar, este sábado tenemos un evento importante, quién sabe, a lo mejor termina siendo el más grande del año, así que te voy a necesitar, ¿vale? Para que llegues temprano.

Los lavalozas o dishes, como les llaman, son una especie de raros visitantes de algún círculo más profundo del infierno laboral de la ciudad, como si hubieran logrado escapar de alguna condena cruel, marcados físicamente por los duros trabajos pasados, ellos llegaban y pedían voluntariamente que se les concediera la tarea que todos consideraban el castigo que era capaz de doblegar hasta los veteranos, casi que lo añoraban. Normalmente duraban varios meses, eran unas máquinas devoradoras de trastes sucios, de trabajo rudo, unos demonios ataviados de bolsas de plástico como trajes improvisados, sumergidos en montañas de detergente, ejerciendo su poder con los que ahí eran condenados a purgar alguna pena, pues esos eran sus dominios, al fondo de un pasillo con coladera y llaves de agua, pegado a los baños. Ahí, donde caían los que pretendían pasar de esa masa anónima de quien recién se integra, del escalón más bajo del bar, al podio de los veteranos. Los dishes tenían otra particularidad, así como de pronto aparecía uno y duraba meses, del mismo modo desaparecía, como si la profundidad original de donde provinieran, los reclamaran de vuelta: lo inexorable del destino.

—Qué pasó Joaco, qué hay, acá te vengo a echar la mano hoy con el relajo de la lavada.

—¿Tú, mi flaca? No le hagas, si hoy va a estar bien intenso, ya me dijo la jefa, no ves que por eso andaban buscando como locos al Canek, que ya los mandó a volar. Además, ni siquiera cuando eras novata desfilaste por aquí, cómo va a ser, o me estás bromeando o ahora sí hiciste enojar a la jefa. ¿Qué es, entonces?

—No está enojada, mi Joaco, está lo que le sigue: encabronada, yo creo que esperaba, o espera, que renuncie hoy. Ya van varias veces que llego tarde, a pesar de que han hablado conmigo, me descuentan cada que vengo a trabajar, se ha dado cuenta de que le he dicho algunas mentiras, son varias cosas. No estoy en su gracia, para acabarla pronto. Pero tú tranquilo, puede que no haya estado de dish antes, pero traigo toda la actitud de acabar la jornada con una sonrisa, a mí nadie me va hacer perder este trabajo, vas a ver.

—Entonces vamos a ver qué tanto logras mantener esa sonrisa cuando veas llegar el trasterío -le dice Joaco riendo conmovido, se dio cuenta de que Julia estaba en sus manos, tenía el poder de saturarla al grado que, antes de las doce podría haberla hecho renunciar sin problema, la sangre bombea en su corazón-. Te voy a dar un consejo, como muestra de buena voluntad, si no te quieres ir de aquí con toda tu ropa empapada, no te pongas el mandil, te voy a dar unas bolsas de basura, sólo déjame cortarles aquí. Listo, ponte esto, te va a mantener seca. Ya hay una cubeta de detergente en tu lugar, párate ahí, ahora nada más tenemos que esperar, no tarda en comenzar el relajo.

Tiene veintiocho años, pero del rostro y de un par de cicatrices gruesas en un costado del brazo izquierdo, nace la impresión de que se trate de alguien mucho mayor, y si tan solo, de algún modo, pudiéramos ver por todo lo que ha pasado, lo que le ha tocado vivir, sería imposible entonces calcularle la edad, hay personas que mueren sin tener tantas experiencias, ¿cómo medir eso en años? Y aún así, su historia no tiene nada de especial, es una constante que se repite como eco viciado por las periferias de las ciudades del país, zonas marginales a las que el gobierno les da la espalda, visitadas por alguna autoridad o político cada que hay una inundación, algún cadáver o elecciones. Padre de cuatro, tres niñas y un niño de otra mujer, con la que a veces vive, Joaquín es un poco una figura ausente, no sabe ser papá, el suyo vive, por lo regular, tirado en las banquetas, destilando aguardiente. El cariño de su madre es el que, a pesar de tantas dificultades, le había permitido albergar en él una chispa de felicidad. El amor que recibió de ella fue dosificado, dado a cuentagotas, con el miedo de que las inclemencias de la vida se lo secara o se lo arrebatara de su corta niñez, fue tan simple como el luchador de plástico envuelto con un moño el día que cumplió cinco años, o el carrito que recibió cuando salió de la primaria; ese fue un buen día, regresaron caminando a casa, permitiéndose soñar por un momento, aunque sea, con un futuro esperanzador. Tampoco es que ella tuviera mucha experiencia o entendimiento en amar, lo hacía, no obstante sintiera que era algo que no tuviera permitido hacer, como soñar.

—¿Qué pasó mi flaca? Apenas pasa de medianoche y ya no veo esa sonrisa que me presumías -Joaquín había estado trabajando a marcha forzada todo ese tiempo sin detenerse, con tal de aligerar la carga de Julia-, y como te dije, lo bueno apenas comienza como a la una, así que vete preparando porque de aquí no te vas hasta que acabes.

—No seas malo, Joaco, le he estado echando todas las ganas pero es muchísimo, ya no siento las manos, me arden los ojos, tengo los pies hechos una sopa, tres platos rotos y una copa que me descontarán, me estoy muriendo por fumarme un cigarro, pero mírame, ¡voltea a verme, Joaco -juntando fuerzas, logras brillar por un instante entregándole tu mejor sonrisa-!

En cuanto el lavaplatos alza la mirada para verte, la imagen que contempla es espectacular, la luz que cae sobre ti hace ver unos rayos dorados naciendo alrededor de ti, coronándote como una especie de antigua divinidad renacida. Las montañas de espuma del detergente por un momento se transforman en un elemento mítico de la creación del tiempo, las bolsas azul claro que te envuelven parecieran lo único que cubre tu cuerpo desnudo, joven, erguido, alzándose de entre la sombras como una estatua marmórea de victoria. La sonrisa que le muestras es lo más mágico que ha sucedido en ese cubículo lleno de trastes sucios.

—Córrele, Yuli, ve a fumar, se supone que nosotros no podemos, pero ve rápido, te cubro. Ya luego me regresarás el favor.

Te despojas de tu traje improvisado y sales corriendo a las escaleras del almacén, el lugar designado a donde se van todos a hacer su pausa, despabilarse unos minutos del ruido, fumarse un cigarro e intercambiar algunas palabras. Pasas por la zona que atiende tu amiga Karina y le haces una seña discreta para que te alcance, que ella, en cuanto te ve, no tiene necesidad siquiera de esperarla para salir tras de ti.

—¡Yuli, no puede ser, no me imaginé que te fueran a enviar de dish! ¿Cómo vas? A mí no me han dicho nada y ves que yo te solapé, ay nena, perdón que te haya estado apurando así, pero ves cómo me pongo de nerviosa.

—Sí, Kari, yo hubiera estado igual o peor, te entiendo, no te preocupes. ¿Me prestas tu encendedor? Ha estado bien intensa la sesión de lavatrastes -prendes el cigarro, le das una buena bocanada, cierras los ojos y echas lentamente la cabeza hacia atrás mientras liberas el humo-, pero Joaco es un amor conmigo, no para de hablar, ya me contó toda su vida, y aún así lava más de cuanto habla, cómo le hace, quién sabe, en una de esas lo hace para ayudarme. ¿Tú qué tal, cómo vas -le das otra fumada y le pasas el cigarro a tu amiga-? ¿Sí lograste investigar lo que te pedí?

—Aguas con Joaco, se ve que es canijo, sé que tiene varios hijos -Kari le da una buena bocanada al cigarro y suelta el humo mientras habla-, pero qué bueno que te esté echando la mano, porque sí hay un montón de gente hoy. Sí, ya te investigué lo que me pediste, amiga, pero primero me tienes que decir para qué lo quieres, ¿de qué te sirve la dirección de Samuel? No me digas que te gustan los señores -se ríe mientras vuelve a jalar humo y te lo pasa de nuevo-, ¿o qué?

—Sí te voy a contar, te lo prometo, y más a ti que eres mi amiga -el cigarro es más brasa prendida que tabaco en este punto, aún así le das otra fumada-, pero espérame todavía, tengo que estar segura, no es nada malo, te lo prometo, pero… ya verás -le muestras el filtro quemado-, te veo terminando, tengo que regresar ya.

—¡Córrele, Yuli! Ya te la envié desde hace rato por mensaje. Está bien, nada más no quiero que te vayas a meter en algún problema, me preocupo por ti, amiga.

Esa noche fue muy larga, era mentira lo que te había dicho Joaquín, el momento más pesado había sido a las doce, pero en cambio, era verdad eso de que uno no se va hasta acabar, saliste a las cinco de la mañana, dos horas después de los meseros y cuarenta minutos después de tu compañero lavalozas. A los dos platos y la copa que habías roto, se fueron sumando algunos vasos y multas por haber dejado utensilios sucios, esos que te enviaron de barra cuando ya habías terminado, estabas destruida, sola y harta, apenas enjuagaste esas últimas cosas, al final te pagaron el equivalente a poco más de un par de vómitos, pero mantuviste el trabajo, que es lo que te importaba. Casi una hora para llegar a tu cuarto, apenas tienes las fuerzas suficientes para quitarte la ropa y ponerte tu camisón, te desplomas en la cama, lavarse no importa, apestas a jabón, estiras una pierna para jalar la cortina y cerrar la ventana, todavía alcanzas a ver la última estrella que brilla en el cielo cada vez más claro.

—Si todavía hay una estrella -balbuceas con los ojos cerrados mientras el sueño se apodera completamente de ti-, me consuela saber que aún estoy a tiempo para decirme «buenas noches, Julia, lo hiciste bien, nos vemos mañana.»

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Sobre Descartes, el alma y el lucero de la mañana (II)

Pequeña novela a entregas. Parte dos.


Capítulo II

«Si le sirve de consuelo, no, no creo en el alma, bonita tarde», pero qué clase de frase tan estúpida es esa, ¿qué impulso me hizo despedirme así de esa joven?, para una persona normal esto sería una enorme contradicción, pues justamente por consuelo es que se cree en ella. La gente común difícilmente lograría percatarse del grado de intimidad que se esconde en esa oración que solté; es algo así como los saludos de las logias secretas, que a través de ciertos gestos cifrados, inaccesibles a la comprensión de los no iniciados, hace que se reconozcan como iguales, como pertenecientes a un grupo muy particular de personas que comparten cierta revelación oculta. Así somos nosotros, sólo que en este sentido, a diferencia de la gente común y de las sociedades secretas que operan bajo el velo de las sombras, nuestro gesto cifrado, lo que en verdad nos hermana y nos identifica, salta de inmediato a la vista: somos los que no encontramos consuelo en la idea de ser salvados, somos los que no habitamos un cuerpo, sino que lo conformamos. Listo, lo he enunciado y lo seguiré haciendo el resto de mis días; ningún credo, ninguna ilusión, ninguna promesa mas la que nosotros mismos nos hagamos. Solos y a expensas de una vida que por momentos es un remanso de felicidad, aunque buena parte del tiempo resulte un torrente de sufrimiento, al cual reaccionamos de una de dos: u odiamos siquiera voltear a ver, o nos revolcamos en él poniendo hasta la cara de frente, hundiéndonos hasta donde podamos. Como sea, me doy cuenta que me ha causado una extraña impresión esa joven, ¿por qué es que pude pensar que pudiéramos compartir esa claridad, a pesar de su corta edad? Compartir la marca maldita de quien se ha querido emancipar, el signo por el cual la sociedad ha encontrado un pretexto más para encausar su violencia contra quien decide ver el caos directamente. Son incapaces de percatarse que esa claridad, esa visión, es el modo en el que nuestra especie exige el derecho a un destino, sea lo que sea que intente decir esa palabra. ¡Eso es!, la frase estúpida, lo que yo realmente le estaba diciendo a esa joven es: «Espero que te sirva de consuelo saber que no estás sola en esta vida llena de ilusiones y falsas promesas, alguien más, como tú, te ha reconocido y está cerca de ti, bonita tarde, Julia». ¡Carajo!, ahora sí que el insomnio está desesperado, mira que echar mano de esta parte del día para mantenerme despierto es hasta sádico, si algo así puede hacerme dar tantas vueltas en la cabeza, quiere decir que se pronostica una noche pesada. A jugarle sucio yo también, sino esto se prolongará por horas y cuando menos me lo espere, será de día nuevamente, fatal. Vayamos a la cocina y abramos la botella de vino que me regaló Gretel, en fin, todavía tengo que revisar algunos de los trabajos. Estoy seguro que me dormiré antes así, que si me quedo peleando contra mi divagar acostado en la cama. Tigre de mil batallas.

El profesor Colombo llevaba casi cincuenta años dando clases en esas mismas aulas, se había convertido en una de las personalidades de la facultad de filosofía, más por la manera en la que se abarrotaban de estudiantes sus cursos, particularmente el que él mismo había propuesto a la junta universitaria y que había terminado por convertirse en el más frecuentado, el de la muerte, que por la barba que le enmarcaba el rostro, los lentes redondos y lo inflexiblemente formal que era para hacer un reclamo o uno de sus muy escasos cumplidos. Tenía fama de ser duro. Ernesto Colombo nunca se casó, sino que había compartido parte de sus cuarentas con quien podría haber sido su pareja más estable, o la única, Nico, algunos años menor que él, era parecido a un fantasma de rostro atormentado que hacía sus apariciones sólo durante los momentos de mayor soledad, pues acurrucado en sus brazos y en las respuestas que hallaba en Ernesto, encontraba calma, y quizá, una ligera sensación de felicidad. Un día las visitas espectrales se acabaron, el fantasma había recobrado su cuerpo e iniciado una nueva vida, lejos de ese sueño que irrumpió, durante algunos años, la monótona vida del maestro, a quien le quedó, por un tiempo, la amargura de su ausencia.

—¡Ay, señor Colombo!, disculpe que haya yo entrado así en su habitación, es que no estaba segura si usted seguía descansando o estaba ya en el baño. Lo que pasa es que está el veterinario en el teléfono y quiere hablar con usted, ya le dije que yo podía tomarle el recado, pero insistió en hablar solamente con usted, tanto, que sino no me hubiera atrevido a entrar de esta manera y molestarlo, espero me comprenda.

—Se me ha hecho un poco tarde esta mañana -se limpia la garganta y se frota los ojos mientras termina de despertarse-. Coméntele, por favor, que en cinco minutos le regreso la llamada. Necesito al menos enderezarme y lavarme la cara antes de empezar a interactuar. Ah, Juanita, será que le pueda encargar, si es tan amable, que además de abrirme las cortinas, me vaya sirviendo una taza de café, en un momento salgo y me incorporo. Gracias.

Hipócrates había muerto, ese era el mensaje urgente. Siete años habían sido pocos para un gato que había recibido tanta atención, no sólo del dueño, que se había realmente encariñado, sino de todos los vecinos del condominio. El veterinario explicó que se debió a una enfermedad de inmunodeficiencia transmitida por un virus, algo que era, hasta cierto punto, común contraer por lamer la herida de algún felino infectado. La ironía de la vida; el gato llevaba el nombre del padre de la medicina y falleció muy enfermo por, precisamente, «atender» las heridas de otro compañero suyo. Intensifiquemos lo irónico, la naturaleza de la enfermedad de Hipócrates, el proceso biológico que acabó con su vida, fue justo la destrucción de su capacidad para curarse. Como si uno en el nombre tuviera cifrada su suerte o dictada su condena. ¿Qué quiere decir Ernesto?

—¡Maestro, -grita la vecina- qué bueno que por fin lo veo, no sabe cuánto lo siento! Ya sé que usted y yo, a pesar de llevar añísimos viviendo uno enfrentito del otro, casi nunca hemos hablado, bueno sí, un «hola», un «buenos días» y de ahí no hemos pasado. Bueno, pues no ha de creer lo bien que me llevaba con su michito, que era como mío también, era un amor, un solecito que andaba arriba y abajo con su carita tierna, ya no sigo porque lloro, no puedo creer que ya no esté entre nosotros, mi pobre Toñito. Perdone, así le llamaba de cariño yo, Toñito. Pero maestro, por favor, pase a tomar una taza de té a mi departamento, no le vaya a hacer la grosería a una mujer solitaria que perdió lo mismo que usted este día. Hagámosle un pequeño velorio entre nosotros al pobrecito, algo chiquito, simbólico, hablar tantito de él, dedicarle un momentito a su memoria, nosotros, que de alguna manera fuimos sus seres cercanos. Bueno, si no es que esté ocupado con otras cosas.

—Buena tarde, vecina, estoy sorprendido de que ya sea conocida la noticia, lamentablemente es cierto, esta madrugada ha decidido abandonarnos nuestro querido Toño, que ahora que lo menciona y me entero, no sé porqué pero tengo la fuerte impresión que él hubiera preferido ese nombre. Tiene razón, yo también siento que sería una buena acción que brindemos con una taza de té por las hazañas del gato, que sin saberlo yo, nos creó un vínculo, un punto de unión, algo lindo para dejar después de su paso por la vida. Permítame nada más entrar a guardar mi maletín y lavarme un poco. En un momento estoy con usted.

—Ay, maestro, qué gusto me da que acepte, sí, no se preocupe, vaya, vaya, tómese el tiempo que necesite, yo estaré alistando todo. Por cierto, puede llamarme Cris, como de Cristina, vaya, dejaré la puerta entreabierta para que pase directamente, siéntase como en su casa en cuanto entre.

Increíble cómo Hipócrates me siga generando compromisos aún después de muerto, ahora en qué me has metido, gato malvado. Bien podría quedarme acá y estar tranquilo con mis asuntos, a lo mejor pueda hablarle por teléfono y poner como pretexto que he recibido una llamada de la universidad, que necesitan, de inmediato, algún informe o reporte, uno de esos papeles que alimentan y mantienen vivo al monstruo de la burocracia. No, no tengo escapatoria esta vez, ya dije que sí iba, además, no tengo modo de saber su número. Vayamos, me tomo rápido la taza que me ofrece y nos regresamos, porque es verdad que todavía tengo trabajo pendiente, además, no he logrado resolver el problema de la agenda del viernes, ya solamente faltan dos días y siguen esperando mi confirmación para asistir al debate de moralidad, un tema que, en lo personal, detesto debatir porque buena parte de los asistentes se dividen en dos: los que están ahí para convertir adeptos, y por lo tanto no están debatiendo, aunque simulen estar muy dispuestos; y los que fueron empujados por la necesidad de encontrar un refugio a los dolorosos errores de la vida, los que, quizá, hubieran sido menos, si hubieran contado con la guía de una moral que se los evitara. Es gente desesperada como sea, que no asiste con el afán de expandir las ideas, de aclarar los conceptos desde un punto de vista más tolerante, con la conciencia de que todos estamos ahí para aprender. Qué no se nos olvide que somos siempre estudiantes, en especial en los momentos en los que se supone que no. Confirmaré mi asistencia.

—Con permiso, señora Cristina, soy yo, el profesor Colombo, disculpe la tardanza, ¿puedo pasar?

—¡Acá, maestro, al fondo, siga mi voz! ¡Ya sólo lo estamos esperando a usted!

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Sobre Descartes, el alma y el lucero de la mañana

Pequeña novela a entregas. Parte uno.


Capítulo I

Vienen los perros persiguiéndote, azuzados por los gritos de las sombras que, determinadas a alcanzarte, vienen corriendo detrás de ti. Es difícil distinguir cuántos son, debería de ser más sencillo, es luna llena, pero la neblina del bosque hace que todo sea confuso. Algo pasó, entraste a un lugar al que no debías, robaste, quizá, algo preciado. Tu presencia, tu ánimo curioso te ha llevado a adentrarte, cada vez más, a zonas prohibidas. Llegó el momento de pagar por lo profanado. ¡Corre! Los perros están por alcanzarte y por si eso fuera poco, el terreno se va inclinando conforme avanzas, te das cuenta, entonces, que estás subiendo una colina bastante empinada. Las sombras de los árboles son unos verdaderos gigantes de brazos abiertos, en cambio, tú eres un diminuto ser, casi insignificante, que corre desesperado por preservar su vida. Justo cuando empiezan a morderte los talones, es que tienes la certeza, lo sabes, va a ser inevitable, vas a afrontar todo el sufrimiento del castigo que se avecina, vas a morir. Pero sucede que el ánimo se reanima con nuevos bríos al percatarte que, sin esperarlo, te vuelves más ligero, tus zancadas empiezan a transformarse en saltos, uno más largo que el otro, uno más alto que el otro. Todavía no has ganado nada, también ellos han redoblado esfuerzos, pero mantente así, podría ser que aún cuentes con alguna esperanza.

Ahí, en la cima, en el punto más extenuante de toda tu carrera, donde parece que finalmente se han agotado todas tus fuerzas, das un último salto cerrando los ojos, haciendo tu mayor esfuerzo te concentras, intentas mover las manos bruscamente, agitándolas como si de algún modo pudieras jalar del aire para impulsarte, pones toda la intención que puedes reunir en ese último salto al vacío, y de pronto, lo que tanto anhelabas, pero creías imposible, sucede: estás volando. Has despegado, vas dejando abajo el mar de neblina salpicado por las altas copas de los árboles, como si fueran islas de un archipiélago lejano, perdido. Has escapado de esa amenaza de muerte porque tú, sólo tú, has logrado el milagro del vuelo.

—Lo sabía, siempre lo supe -con la calma recobrada, te permites pensar mientras atraviesas el cielo-, no podía ser este mi fin, estaba seguro de que iba a sobrevivir, de algún modo, pero lo iba a hacer. ¿Ahora, adónde me dirigiré?

Son las seis de la mañana, pero con el nuevo horario recién entrado en vigor, es como si fueran las cinco, por eso es que todavía está oscuro cuando suena la alarma del despertador. Como si los días pasados no hubieran sido lo suficiente intensos; el funeral de la abuela, la familia enfrentada por lo poco de valor que ha quedado de su sufrida existencia, el trabajo que no mejora, la continua falta del amor de una pareja y la incapacidad para conseguirlo, las deudas, la responsabilidad de ser una mejor persona en un mundo de gente indiferente y ahora esto, un sueño en el que cuando por fin, contra todo pronóstico, logro salir victorioso y salvarme de un destino que no quiero siquiera imaginar, se corta, se esfuma por el sonido que yo mismo programé unas horas antes. Me río porque es como si tuviera una habilidad muy sofisticada para boicotearme, y mira nada más qué alcances, incluso los sueños que pudieran hacerme sentir bien, terminan por amargarme mis primeros minutos despierto, pues antes de dormir me tomé el tiempo de elegir de un catálogo de sonidos molestos, el que más me diera la impresión que lograría interrumpir de manera eficaz mi sueño y claro, seleccioné que sonara, no antes, mientras me venía persiguiendo esa muchedumbre de sombras y bestias, sino para que entrara chillando como las trompetas del Apocalipsis cuando por fin, por mi propio mérito, me había salvado, y no nada más eso, sino que había, de alguna manera, evolucionado en la escala de las existencias, pues podía volar. Victorias inservibles, me aseguré de subirle el volumen a la alarma y colocarla a unos escasos centímetros de mi cabeza antes de irme a dormir, la dejé lista para que esperara con paciencia su momento triunfal, en el que me arrebatara una gloria que, a duras penas, siquiera acaricié. Lo normal.

Hay que levantarse y comenzar el día, pero la verdad es que por un momento parece más fácil el salto prodigioso del sueño, que salir de la cama. Ni modo, no hay opción tampoco aquí, hay que saltar de la montaña de cobijas, lanzarse y caer en el abismo de la vida cotidiana, habitada y compartida por tantos más como yo. Mientras me dirijo al baño voy pensando «¿Cómo es que la casita en la que vivió durante tantos años la abuela, donde crio a todos sus hijos, donde si acaso conocieron la felicidad, fue ahí, protegidos por esos pocos muros, ahora que está muerta, sea el motivo por el cual se odien tan encarnizadamente y no dejen por un instante de pelear, de sacar lo peor de todos? Pobre abuela, seguro si ella hubiera sabido que así iban a ser la cosas, y si hubiera tenido las fuerzas también, ella misma habría destruido esa casa con sus propias manos, sin importarle toda la historia que pudiera evocarle, no dudo que no hubiera dejado ladrillo sobre ladrillo, piedra sobre piedra, porque así era ella, preciaba por sobre todo, aquello que la hiciera feliz, en este caso, conservar la familia». Entro al baño y prendo la luz, en automático abro el grifo del agua y me inclino a hacer unos buches, no me voy a lavar los dientes, voy a tomarme un café primero y luego regreso a lavármelos antes de salir al trabajo. Acerco las manos y junto un poco de agua para lavarme la cara, que aunque no cambie mucho, esa simple lavada y una sonrisa hacen más llevadera la primera impresión de mí mismo al verme al espejo en las mañanas, supongo que hoy va a ser particular, con todo lo acumulado veamos qué tal sale la sonrisa esta vez…

Y es aquí donde el relato se pone algo extraño… al subir la cabeza para enfrentarse al espejo, la sorpresa y el desconcierto lo invadieron; no había ningún reflejo. El temor se apoderó de él, hundido en ese pequeño cuarto de baño, se llevaba, desesperado, las manos a la cara, o más bien, a donde debería de haber estado su cara. Nada, tan solo un cuarto vacío con la luz prendida antes de que salga el sol, eso era lo único que regresaba ese espejo. Agitaba bruscamente las manos, como si de algún modo pudiera así exigir que le regresase también una imagen suya, terminó entrando en pánico y desmayándose. Nada, absolutamente nada se reflejó, sólo el baño, pues él no tenía sustancia. Cogito ergo sum.

—Con esta historia que les acabo de contar -se dirige el profesor al salón lleno de estudiantes-, es como Descartes intenta comprobar la existencia de algo tan sutil como enigmático: el alma. Como pudieron ver, el personaje, aunque no posea un cuerpo, es capaz de anhelar el amor de una pareja, de tomar decisiones, tan banales como levantarse de la cama, aunque esta pueda parecerle una tarea titánica, o tan trascendentales como lanzarse al vacío, pues antes de saber que estaba soñando, no tenía idea. Puede discernir, de una situación de conflicto como la de la herencia material de la abuela, lo que sería «lo justo y lo injusto», es decir, desarrolla la idea de algo que ni siquiera existe en la realidad, al menos no de manera perfecta: la justicia. Es más, hasta los momentos de euforia o depresión, de calma o de miedo, de concentración y dispersión, existen en este ser inmaterial, forman parte de su naturaleza que le permite sentirse elevado o hundido, y que a pesar de que no posea un cuerpo físico, como apuntamos, pudimos, sin problemas, presentar y seguir la historia, pudimos identificarnos, en una u otra medida, con algunos pasajes de la experiencia narrativa vivida por nuestro personaje. Pero, porque hay un gran pero, todo esto podríamos tirarlo a la basura por completo, así es, pues bastaría con quedarnos con una sola cosa para darle peso al argumento: el personaje piensa. Esto, que podría parecer trivial, es realmente muy importante, aquí está el gran truco de Descartes, con esto está intentando convencernos que pensar, esa acción que nos constituye, se hace con algo inmaterial, y que por lo tanto, si nos apegáramos a la razón, entonces tendríamos más certeza de que existimos porque pensamos, que por tener un cuerpo. Ese ‘cogito ergo sum’ es realmente un intento de comprobar que somos una existencia inmaterial, y queridos estudiantes, intentar comprobar que somos una existencia inmaterial, es intentar comprobar la existencia del alma. Así es, iniciemos este curso abordando un tema sensible para nuestra sociedad. ¿Sí lo logra Descartes, o cómo lo sustenta, más bien? Lo veremos el jueves, les pido sean puntuales y revisen durante la semana la plataforma de la escuela, subiré las lecturas de esta parte. Gracias, pueden retirarse.

Conforme el salón se inunda de los sonidos de las sillas arrastrándose, las tantas voces que rompen en una especie de murmullo, las libretas, las mochilas, las puertas cerrándose, Julia, la estudiante recién llegada de un pueblo no tan lejos de la capital, se abre paso entre sus demás compañeros, obstáculos de carne y hueso que parecieran movidos por el azar, hasta que por fin logra llegar al escritorio del profesor, que todavía se encuentra manipulando algunas hojas, haciendo como que guarda sus cosas mientras espera discretamente a que salgan todos.

—Profesor, disculpe, no quisiera quitarle de su tiempo, es que me ha causado mucha impresión esta clase y si le soy sincera, también he quedado un poco consternada, por así decir, quisiera compartirle una duda que me ha quedado, si es que todavía tenga un par de minutos, sino no hay problema, me retiro y ya será en otra ocasión, supongo.

—No, no, en lo absoluto, no se preocupe, todavía tengo un par de minutos. Dígame, cuál es esta duda en la qué posiblemente pueda ayudarle, este…

—Julia, Julia Contreras Tonalli, maestro, muchas gracias. Mire, intenté ir siguiendo su explicación de la mejor manera en la que me fue posible, lo hice, creo yo, de forma aceptable pues me pareció entender el punto, aunque seguro se me han pasado varias cosas a fuerza de concentrarme en el argumento principal. La cuestión, para no hacer el rodeo largo y quitarle más tiempo, es que al final de su explicación me quedó la sensación de que algo no cuadra, disculpe que lo diga así, es que siento, y digo «siento» también porque no lo puedo explicar, no tengo la claridad para formularlo, que hay algo mal en que se pueda llegar a una conclusión tan trascendental de un modo tan sencillo, quiero decir, que exista o no exista el alma es una cuestión fuerte, radical, quién sabe qué tantas cosas se fundamentan sobre ella en nuestra sociedad. ¿Puede un ejercicio creativo en donde se acomoden circunstancias y personajes comprobar lo que místicos buscan en monasterios y montañas? Entré hoy a su clase con la certeza de que todos en este planeta compartimos la incertidumbre sobre la muerte, y para mi sorpresa, siento que me encuentro saliendo con los elementos que podrían revelarme que lo que realmente soy es un ser inmaterial, un alma, un poco esa sensación que debió haber sentido nuestro perseguido cuando cobró vuelo. ¿Acaso un cuento tiene en verdad la capacidad de hacernos experimentar la epifanía que nos revele nuestra auténtica naturaleza?; y lo haga mientras me encuentre tomando apuntes en mi banca, y no en alguna cueva de alguna montaña sagrada. ¿Cómo puede ser posible? Siento que hay algo en todo esto que simplemente no puede encajar, que hay algo importante que se podría estar omitiendo para poder hacer una afirmación de esta dimensión con el simple uso de la razón. No sé, muy seguramente yo esté viendo las cosas sin objetividad o sin comprenderlas, y por eso haga preguntas y comentarios con poco sentido. ¿Usted cree en el alma, maestro?

Julia era una joven con unos grandes ojos, oscuros y profundos, no tenía mucho que había llegado a la ciudad a estudiar, unos seis meses, tiempo suficiente para instalarse en un cuarto de estudiantes, encontrar trabajo de mesera en un bar y conocer las rutas que la llevarán del trabajo a la casa y de la casa a la universidad. Desde muy niña había adquirido un temperamento que tenía una linda apariencia de ternura, quedaba muy bien con los largos rizos oscuros que alborotaban el contorno de su rostro, pues ellos también revelaban su naturaleza salvaje, competitiva, dueña de su vida. Su padre la había dejado cuando tenía seis años. Apenas una semana después de su cumpleaños, el señor, sin previo aviso, le comunicó a su mamá que ese mismo día salía, junto a un grupo de migrantes que iban de paso, hacia Estados Unidos, iban a intentar cruzar la frontera y encontrar trabajo de lo que fuera. Al despedirse, el papá de Julia le prometió que iba en camino a comprarle la muñeca más hermosa que jamás hubiera visto ninguna niña en el pueblo. En los meses siguientes habló por teléfono una sola vez con él y nunca más volvieron a tener noticia alguna de su existencia.

—Ya veo, señorita Tonalli -el profesor ahora sí estaba listo para abandonar el salón vacío-, permítame comentarle que nada de lo que se vea en este curso va a ser una verdad absoluta. Si me acompaña mientras camino, puedo hacerle un par de precisiones. Lo que intentamos hacer en estas clases es comprender, de una manera más clara, cómo se ha procedido en nuestra sociedad para explorar el fenómeno de la muerte. ¿Acaso estamos compuestos de un cuerpo material y uno inmaterial? ¿Puede este último sobrevivir al colapso definitivo del cuerpo? Estudiando las respuestas que se han dado y cómo llegaron a ellas, entenderemos lo relevante que han sido para la conformación de nuestra cultura. Le adelanto que le resultará una verdadera revelación, para usar las palabras que usted utilizó, descubrir lo condicionados que estamos a ver el mundo de acuerdo a esas respuestas, y en ese sentido sí le pediría que sea más humilde, se llevaría una enorme sorpresa al descubrir que se pueden experimentar cierto tipo de epifanías dentro de las aulas de esta academia. No dude en compartirme sus dudas o comentarios sobre el curso, siempre y cuando el tiempo me lo permita, veré de orientarla. Ah, por último, si le sirve de consuelo, señorita Tonalli, no, no creo en el alma. Bonita tarde.

Después de despedirse con la seriedad y educación habitual, el profesor se echó a andar por el largo pasillo que conduce a la cafetería de la facultad. Mientras veías cómo se alejaba, sus últimas palabras te rondaron por la cabeza, había algo que no logras identificar, algo que no te agradó de él, ¿qué fue, ese tono y actitud de autoridad con el que se maneja?, ¿esa distancia que marca y mantiene con toda esa formalidad?, ¿o será acaso que de algún modo estés viendo en este curso la promesa de algo que no se te ha cumplido, y tienes miedo de que haya llegado ese momento? Levantas la mirada y del reloj del pasillo comprendes que se te ha hecho tarde, tienes veinte minutos para estar lista, atendiendo a los clientes en el bar, que aunque sea martes, es concurrido desde temprano. ¡Corre! Un retardo más y ya no será sólo un descuento, sino que te enfrascarías en una serie de problemas que arruinarían definitivamente tus planes. ¡Corre, Julia!

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