Infierno; Canto IV

Traducción del italiano antiguo al español, realizada por el maestro de lengua y cultura italiana del Instituto Polýglottos; Luis Jiménez Chargoy.



INFIERNO

Canto IV

Un sólido estruendo interrumpió, en mi cabeza, el sueño. Consternado y confundido, me levanté como quien con un sobresalto se despierta. Moví entonces la mirada de un lado hacia el otro, entrecerré los ojos para poner atención, intentando reconocer el lugar donde ahora me encontraba. Era verdad, había llegado a uno de los extremos de este sitio maldito, estaba en el borde donde inicia el doloroso valle del Infierno; el lugar donde retumban una infinidad de lamentos. La oscuridad era tan densa y profunda aquí, que aun esforzando la mirada, no lograba discernir absolutamente nada, ni a poca distancia.

-Ahora es que iniciaremos a descender en este ciego mundo -comentó, con el rostro pálido, el gran poeta-. Yo iré adelante y tú caminarás detrás de mí.

-Pero, ¿cómo podré ir contigo, maestro? -le interrumpí al darme cuenta de su cambio de color, ahora demacrado- Tú, que continuamente me das el valor de seguir, aclarando con aplomo todas mis dudas, si ahora soy yo quien te ve seriamente asustado. ¿Cómo puedo avanzar de este modo? 

-El tormento que sufren las almas relegadas en este sitio, hace que mi rostro adquiera esta imagen de angustia y aflicción que tú confundes con miedo. Sigamos, que el viaje es largo y no tenemos tiempo que perder.

Entonces seguimos, fuimos ingresando cada vez más en ese primer círculo que rodea el comienzo de la espiral del Infierno. Aquí ya no se escuchaban llantos, sino que se percibían sólo suspiros, algunos que incluso por momentos hacían temblar el aire a nuestro alrededor. No gritaban porque, aunque sufrían de intenso dolor estas interminables filas de almas de niños en su mayoría, mujeres y hombres, al menos no estaban siendo torturadas.  

-¿No me vas a preguntar quiénes son estos espíritus que ves? -inquirió mi bondadoso guía, para después confesarme- Antes de que continuemos con nuestro camino, quiero que sepas algo, ellos no cometieron ningún pecado, incluso pudieron hasta haber hecho algún mérito. Pero eso no fue suficiente para estas personas, pues nunca recibieron el bautismo estando en vida, que es la puerta de entrada a la fe. Y si acaso vivieron antes del advenimiento del cristianismo, no supieron tampoco adorar a Dios en el modo correcto; yo formo parte de esta categoría. Estamos condenados por esta culpa y no por algún pecado, nuestra sentencia es la de vivir en un eterno deseo sin esperanza alguna.

Al momento de escuchar esto sentí de inmediato un fuerte dolor en el pecho, en mi corazón, pues comprendí que ahí en el Limbo se encontraban suspendidas almas eminentes, había grandes personajes penando en este lugar.

-Dime, por favor maestro -pregunté movido por la necesidad de afianzarme a certezas, a aumentar mi fe-. ¿Ha sucedido alguna vez que alguien logre salir de aquí, ya sea por mérito propio o de alguien más? ¿Alguien de aquí ha logrado ir al Paraíso?  

-Acababa yo de llegar acá, a encontrarme en esta mísera condición -respondió entendiendo lo que veladamente le preguntaba-, cuando vi entrar a un espíritu todopoderoso coronado con los signos de la victoria. Él sacó de aquí la sombra del primer padre: Adán, y la de su hijo Abel; así como la de Noé y la de Moisés, el obediente conciliador. Se llevó también las almas del patriarca Abraham y del rey David, así como la de Jacobo junto con las de sus hijos y su esposa, Raquel, la mujer por la que tanto hizo. Se fueron con él muchas almas más, y a todas las llevó al Paraíso. Pero quiero que sepas, antes de esa vez, no había salido absolutamente nadie de aquí, ningún espíritu había alcanzado jamás la salvación. 

Mientras Virgilio me contestaba, no parábamos de caminar, seguimos andando hasta que superamos esa densa multitud de almas silenciosas. No habíamos hecho todavía un camino muy largo desde el momento en que recuperé la conciencia, cuando vi una gran luz que, a modo de domo protector, mantenía fuera de ella a las tinieblas. No obstante nos encontráramos aún a una buena distancia, era lo suficientemente clara para darme cuenta de que en ese lugar moraban espíritus magnánimos. 

-¡Oh, tú que le haces honor a la ciencia y al arte, maestro! Te pregunto, ¿quiénes son estas almas que ahí moran y por qué se les tiene en tan alta consideración, tanta, que tienen incluso un trato distinto al de todas las demás?  

-Es debido –me respondió-, a la excelsa fama que han ganado y que aún perdura en el mundo terrenal, esto les ha permitido obtener una gracia en el cielo que los distingue, en verdad, de las otras almas.  

En ese momento escuché una voz diciendo fuerte: “¡Rindan honor al altísimo poeta, pues su alma, que se había ausentado, ahora se encuentra de regreso!” Dicho esto, cesó y se aquietó de nuevo, entonces vi a cuatro grandes almas dirigiéndose hacia nosotros, su aspecto no era ni triste, ni alegre.

-Observa bien al que tiene la espada en la mano –me dice mi maestro-, viene delante de los otros tres, guiándolos. Él es Homero, el más grande de todos los poetas; después le sigue Horacio, el autor de las Sátiras; el tercero es Ovidio y el último es Lucano. Puesto que cada uno de nosotros tiene en común lo que acaba de gritar esa solitaria voz sobre mí, el hecho de ser poetas, es que se nos rinde ese honor, y en eso hacen bien.

Así fue como vi que se reunía la hermosa escuela poética de aquel gran señor de altísimos versos, con los que logra volar por encima de los demás, igual que un águila. Estuvieron conversando un rato entre ellos, hasta que en cierto momento se voltearon hacia mí y me hicieron un gesto de saludo, vi a mi maestro sonreír con agrado por este motivo. Aún mayor fue mi sorpresa cuando me hicieron el gran honor de invitarme a estar junto a ellos, donde de pronto me convertí en el sexto miembro de tan distinguido grupo. Nos encaminamos juntos a la gran bóveda de luz mientras hablábamos de las cosas bellas que tiene el silencio, tan bellas como las que tiene el hablar en este lugar. Después de unos pasos, llegamos al pie de un hermoso castillo circundado por siete muros, que a su vez eran protegidos por un riachuelo que los rodeaba. Este último lo pasamos como si no existiera, atravesé, junto a los sabios que acompañaba, las siete puertas de los muros, para finalmente dar con un prado de hierba fresca que se abría ante nosotros. Ahí había almas de mirada tranquila y seria, con semblantes de gran autoridad, hablaban poco y cuando lo hacían sus voces eran suaves, amenas. Nos movimos a uno de los lados, donde encontramos un lugar al abierto, luminoso y en lo alto, de tal modo que podíamos ver desde ese punto a todos los que se encontraban en este jardín. Ahí, frente a nosotros, como colocados sobre el esmalte verde del prado, me mostraron a los “espíritus magnánimos”, es decir, a las grandes almas del Limbo; recuerdo lo mucho que me emocioné al verlos. 

Vi a Elektra con varios de sus compañeros, entre los que reconocí a Héctor y a Eneas, así como a Julio César que se encontraba armado y con una mirada amenazante. Vi a Camila y a Pentesilea; de la parte opuesta vi al rey Latino que estaba sentado con su hija Lavinia. Reconocí también a uno de los fundadores de la república romana, Lucio Bruto, quien desterró a Tarquinio el Soberbio, a Lucrecia, Julia, Marcia y Cornelia. Separado y en un rincón solitario, vi también a Saladino. Después de alzar un poco la mirada, alcancé a distinguir al maestro de todos los sabios, a Aristóteles, sentado en medio de varios otros filósofos. Todos lo admiran, todos le rinden homenaje. Aquí vi al mismo Sócrates y a Platón, más cercanos al centro que los demás que alcancé a ver de esta antigua familia filosófica: a Demócrito, quien cree que el mundo es gobernado por la casualidad; al cínico Diógenes, a Anaxágoras y a Tales de Mileto, así como a Empédocles, Heráclito y Zenón. Vi a ese gran sabio que describió las cualidades de las plantas, Dioscórides, y a Orfeo, al mismo Cicerón, a Lino, quien fuera hijo del dios Apolo, y al máximo filósofo Séneca. Ahí se encontraba Euclides, fundador de la geometría, Tolomeo, Hipócrates, el persa Avicena y el musulmán Averroes, escritor del mejor comentario de la obra de Aristóteles. No puedo detenerme a hablar detalladamente de todos los que vi, pues es tan vasto lo que pudiera decir, que aun haciéndolo, omitiría seguramente a varios.

Fue entonces, de un momento a otro, que el grupo de poetas del que formaba parte, se dividió en dos, pues mi maestro y yo nos separamos, dirigiéndonos por un camino distinto, fuera de ese lugar. Del ambiente tranquilo en el que nos hallábamos, pasamos a aquel tormentoso.

Y llegué a donde no existe la luz.

Infierno; Canto II

En este 2021 conmemoramos los 700 años de la obra y vida del autor. Este es el VII CENTENARIO DANTESCO.

Para conmemorarlo, nos sumamos a los festejos compartiendo una sorpresa especial; el INFIERNO, contado de una manera muy particular, según la idea de traducción semiótica comentada por Umberto Eco, es decir, les presentamos la Divina Comedia como novela. Este texto, que es el CANTO II, forma parte de un trabajo de traducción mucho más amplio y ambicioso, en el cual nos encontramos trabajando en este momento.

¡Qué sea de provecho!

Traducción del italiano antiguo al español, realizada por el maestro de lengua y cultura italiana del Instituto Polýglottos; Luis Jiménez Chargoy.


INFIERNO

Canto II

Se acaba el día, la atmósfera se oscurece, todos los seres vivientes sobre la tierra comienzan a descansar, a recuperarse de las fatigas acumuladas de una jornada más de vida. En cambio yo, a diferencia del resto de ellos, me preparaba para soportar los tormentos de una travesía que, desde ese momento, me generaba una terrible angustia, pero que mi memoria intentó registrar lo mejor que pudo para que la pudiera contar. ¡Musas, ayúdenme a explicar lo que viví! ¡Ven a mí, inspiración poética, para que pueda describir lo visto por mis propios ojos! Aquí es donde pondré a prueba la capacidad de mi intelecto.  

–¡Poeta –inquieto, rompí el silencio mientras caminábamos-, tú que eres mi guía, te pido, por favor, que consideres bien mis debilidades y alcances, antes de someterme a este arriesgado viaje por un mundo ultra terrenal! Tú has escrito que el padre de Silvio, Eneas, estando todavía vivo, visitó uno de estos lugares eternos con todo y su cuerpo. Sin embargo, es claro para cualquiera que conozca esta hazaña que, si el gran enemigo del mal le permitió tal cortesía, es porque se puede justificar completamente debido a la grandeza de su persona, pensemos tan sólo en las extraordinarias consecuencias que surgieron de la historia de su vida, eso, sin contar si quiera que su madre era la misma diosa Venus. Él fue elegido desde lo más alto de los cielos para ser el fundador de la estirpe romana y de su gran imperio. Su destino fue el de ser él, el motor que dio origen a Roma que, bueno, seamos sinceros, viendo las cosas así, es todavía más fácil darse cuenta cómo la voluntad divina ya la había también predestinado para ser la sede de la ciudad santa. Gracias, justamente, a ese viaje que conocemos por ti, Eneas pudo escuchar de la boca de su difunto padre los detalles que le aseguraron su eventual victoria, con la que finalmente afianzó el advenimiento de la ciudad eterna.

Ahora, pensemos un momento en el gran Pablo, a quien también se le concedió la gracia de hacer un viaje al más allá, donde le fue mostrado el Paraíso en su ascenso por los cielos. Él, que desbordaba santidad, fue el instrumento para que se sostuviera la fe, para que se volviera firme el camino que conduce a la salvación. Pero, ¿yo por qué debería hacer un viaje así? ¿A mí quién me lo concede? Yo no soy Eneas, yo no soy Pablo. Esto es algo que ni yo, ni nadie más, me consideraría nunca a la altura para hacer. Por eso, si me estoy dejando llevar en esta travesía, temo que me esté equivocando y cometiendo una tontería. Temo que sea temerario de mi parte, y que al final resulte castigado por querer sobrepasar lo permitido. Tú que eres sabio, puedes entender mucho mejor lo que trato de explicar.  

Fue así, como cuando uno desecha lo que ya no se quiere, pero que antes se anhelaba intensamente. Como cuando te llegan nuevas ideas y cambias de parecer, tanto, que se desvía por completo tu objetivo inicial. Así me encontraba de ánimo en esos oscuros páramos, pues me había dado cuenta que se había agotado en mí la idea del viaje, al que tan prontamente y sin pensarlo mucho, me había aferrado.

–Si entiendo bien lo que estás tratando de decirme -contestó el magnánimo espíritu-, veo que tu alma está corrupta, se ha envilecido con la pusilanimidad, con el desánimo que obstaculiza a los hombres de realizar grandes proezas, de hazañas dignas de ser vividas. Actúas como los animales que se espantan con su propia sombra.

Con tal de que te liberes de tu insensato miedo, te contaré qué estoy haciendo aquí, por qué te he venido a buscar. Así como aquello que me fue dicho la primera vez que supe de ti, que me hizo sentir piedad y consideración de tu persona. Escucha bien entonces; me encontraba yo entre mis iguales, suspendido entre las almas del Limbo, cuando me percaté que una mujer de belleza celestial me llamaba, en ese instante me puse a sus órdenes. Sus ojos, en ese fondo de eterna oscuridad, contenían más brillo que las propias estrellas. Comenzó a hablarme con una voz tan suave y amena, que descubrí en ella la forma en la que hablan los ángeles.

Me dijo; “Oh, noble alma mantuana, cuya fama aún vive entre los seres y perdurará cuanto dure vivo el mundo, escucha mi plegaria; aquel que alguna vez me amó sin freno alguno, ha extraviado su camino, se encuentra perdido y en este momento va camino de regreso a la selva oscura, resbalando por una pendiente, pues el miedo se ha apoderado de él. ¡Oh, cuánto temo, por aquello que logré oír en el cielo sobre su situación, haber llegado ya demasiado tarde para socorrerlo! Te pido; ¡ve tú, ayúdalo, haz uso de tu don de palabra! Él lo sabrá apreciar. Por favor, no repares en usar todo lo que te sea necesario para salvarlo, si lo logras, podré entonces encontrar consuelo. Yo, quien te solicita esta empresa, soy Beatriz y vengo desde el lugar al que todas las almas anhelan llegar. Si he salido y bajado desde ahí para venir a hablarte, fue porque este amor que siento me ha empujado a hacerlo. Si después de haberme explicado, está en tu sentir aceptar lo que te pido, yo, cada vez que esté delante de mi señor, no me cansaré de elogiar tus virtudes.”

Después calló, esperando mi respuesta.

“Oh, mujer -inicié-, eres la clara representante de la virtud por la cual, el ser humano es que supera a todas las demás criaturas existentes bajo el cielo, bajo la luna. Permíteme comentarte, tanto me agrada tener una petición tuya y tan dispuesto estoy a atenderla que, si en este momento la hubiera ya cumplido, sentiría que me habría tardado en complacerte. Basta con que me digas cuál es tu voluntad, para que yo la haga. Por mi parte sólo te pido, por favor, me compartas la razón por la cual te ves tan tranquila, sin temor de bajar a estas profundidades del centro de la Tierra, tú que vienes desde el cielo más alto, al que sin duda anhelas estar de regreso en cuanto antes.”

“Ya que estás interesado en conocer tan a fondo los motivos por los que he venido -me respondió la angelical mujer-, te diré el porqué no temo estar aquí abajo. A decir verdad, uno debe temer sólo a aquello que pueda hacernos daño, y a nada más. Todo lo que no tenga la posibilidad de lastimarnos, no debe provocarnos el más mínimo miedo. Yo fui hecha por el creador, por su gracia y de tal modo, que la miseria de este lugar no podría siquiera tocarme, ninguna flama de este incendio infernal podría tampoco siquiera rozarme.

Ahora bien, debes saber que hay en el cielo una mujer, tan gentil, que se ha compadecido de esta grave situación, en la que te he pedido que intercedas, a tal punto que ha infringido la sentencia dictada allá arriba. Ella, tan noble, llamó a la mártir y santa, Lucía, la protectora de la visión, y le pidió que acudiera en rescate de su devoto, el cual se encontraba obstaculizado por tres grandes bestias en ese momento. Lucía, enemiga de todo tipo de crueldad, reaccionó de inmediato y llegó ante mí, que sentaba junto a Raquel, antigua mujer, símbolo de la vida contemplativa, y me dijo:

–Beatriz, tu virtud y belleza son un auténtico elogio al creador, pero, ¿por qué es que no vas en camino a socorrer a aquel que te amó con tanta fuerza, tanta, que su amor por ti lo hizo sobresalir por encima de los demás hombres comunes? ¿Acaso no escuchas la angustia de su llanto, no ves cómo combate contra la muerte en ese tempestuoso remolino de pasiones, en el que es arrastrado con más ímpetu de lo que el mismo mar pudiera ser capaz?

No hubo nunca en el mundo alguien tan rápido a actuar en favor de su propio interés, o de huir de algún peligro, como lo fui yo después de haber escuchado estas palabras que me fueron dirigidas. En ese instante bajé de mi asiento celestial y vine a presentarme ante ti, poeta, pues me encomiendo a la fama que te precede de tener un lenguaje honesto, que honra tanto a tu persona, como a quienes te han escuchado.” 

Después de haberme dado esta explicación, que yo no merecía, retiró la mirada girando la cabeza y dirigiendo los ojos, resplandecientes de lágrimas, hacia otro lado.  Viendo esto, me apresuré en cuanto antes a venir lo más rápido que me fuera posible. Y vine ante ti, tal como ella me lo pidió; a socorrerte, pues fui yo quien ahuyentó a esa loba hambrienta que te impedía el paso a la cima de la colina. Habiéndote dicho esto, te pregunto entonces, ¿qué te sucede? ¿por qué o para qué te detienes? ¿por qué permites que se adentre tanta vileza en tu corazón? ¿por qué no tienes el coraje y la determinación para avanzar? Más ahora, que estás enterado que tres santas mujeres ven por ti en la corte del Paraíso, y que mis palabras te prometen alcanzar un bien tan grande.

Así, como las pequeñas flores que tiritan vencidas y cerradas por el gélido frio de la noche, que cuando son apenas tocadas por los primeros rayos de luz y calor, se enderezan, irguiendo el tallo, abriéndose hacia lo alto. Así como ellas, adquirí yo también la misma fuerza de voluntad para alzarme después de haber escuchado las palabras de Virgilio, y regresó a mi corazón la determinación para decir con toda franqueza:

–¡Oh, cuánto es piadosa la mujer que acude a mi socorro! ¡Y cuánto eres cortés, poeta, pues has obedecido al instante las palabras sinceras que ella te dirigió! Tú, con tu don de palabra, en verdad has logrado disponer a mi corazón de tal modo que se encuentra deseoso de emprender el viaje contigo. He regresado a aferrarme al propósito originario. Ahora, pues, partamos, ya que de nuevo tenemos la misma intención. Tú eres mi guía, mi señor, mi maestro. ¡Vayamos! 

Y entré por un camino alto y difícil.